Me tocó ilustrar este cuento terriblemente bello de Eduardo Abel Giménez.
Tal vez queden tres
segundos
Tal vez queden tres segundos, pero
todavía no lo sé. Está nublado. El portero dijo que va a llover.
Sin embargo, hace un rato vi un retazo de azul hacia el sur. Puede
ser que venga algo de viento y barra las nubes y el calor. Camino
junto a la pared, esquivando las baldosas flojas. Unos metros más
adelante, dos policías aburridos charlan. La pared es gris, rugosa.
Está cubierta de inscripciones, firmas, nombres, un ecosistema de
aerosoles que lucha por un fragmento de superficie. Un poco por
encima de mi cabeza está la primera hilera de ventanas, todas
opacas, altas, vacías. La vereda es angosta. No hay árboles.
Dos segundos. Una chica en uniforme de colegio viene en dirección contraria. Camina rápido, imitando los movimientos de FTV. Los policías vuelven la mirada hacia ella, sin interrumpir la frase que están diciendo. Se oye el ruido del motor, fuerte, agresivo, pero todavía no nos damos cuenta. Llevo las manos en los bolsillos. La derecha rodea la cámara, la izquierda el celular. La campera está pesada, con tanta electrónica en su interior, y eso sin contar los documentos, las llaves, los papeles inútiles.
Un segundo. Ahora es cuando empezamos a sospechar. El motor se impone sobre todo lo demás, acompañado por un aullido de neumáticos. La chica de uniforme mira hacia su derecha, yo miro hacia mi izquierda, los policías se callan. La pared no hace nada. Sigue nublado, la lentitud de los cielos no llega a resultados con la rapidez de los humanos. Alguien grita, fuera de este reducido grupo de personajes en los que he venido pensando. Cada corazón late una vez más.
Cero segundos. El ruido no ha tenido tiempo de llegar cuando la luz nos atraviesa.